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Erase Una Vez

Licántropo

Licántropo

Pagué al conductor el billete y me arrinconé contra la ventana en un asiento de los del centro con la esperanza que los otros pasajeros, o siguieran hasta el final o se quedaran al principio, dándome una paz que reclamé desde que me caí de la cama aquella misma mañana.

El autobús arrancó.

Clavé la cabeza en el cristal frío y sentí cómo una sangre nueva me invadía. Cerré los ojos y sonreí. Esa paz enemiga se volvió amiga, y recorrió todo mi cerebro para hacerlo más grande y mejor. Recorrió mis brazos y mis piernas, mi pecho y mis espaldas para hacerme grande, fuerte, merecedor de la felicidad. Y el bullicio de la gente, lejano, inaudible, se convirtió enseguida en cataratas de gritos, en estampidas de carreras locas y en terrores de pesadilla. No quise despertar de mi felicidad y bostecé aullando, molesto por la insignificancia de los que gritaban y los lamentos crecieron desde ambos lados del autobús. Abrí los ojos repentinamente, me levanté y protesté violento con un alarido para que callaran todos de una buena vez y dejaran de molestar. Me encontré con manos extendidas hacia mí, luchando contra mi aliento, luchando contra el huracán de mis labios, arrumbados entre un desbarajuste de ojos desorbitados y de dientes que sobresalían de sus gargantas.

Sus gargantas... Me apetecía quebrarlas.

El autobús osciló hacia un lado y hacia el otro, mecido por la avalancha de gente aterrorizada que trababa las puertas intentando escapar de algo incomprensible (que yo no veía en ningún sitio por mucho que buscara alrededor como un demonio enjaulado). Me enfurecí y chillé como no lo había hecho hasta ahora y mi mirada fué un lanzallamas que paralizó el aire, lo vació de oxígeno y ahogó todos los espantosos llantos que peregrinaban errantes mortificando mis agudos oidos. Husmeé todos y cada uno de sus olores, y todo se agolpó en mi cerebro, tan receptivo en esos momentos. Mi fuerza se triplicó y sentí estallar mis músculos debajo de la ropa.

La felicidad fué completa. Ya no se oía a casi nadie. Quizá algún incomprensible lamento, pero que ya no importaba. Me calmé y dí las gracias a todos por su comprensión. De reojo, observé que la saliva que había empleado en callar a toda aquella gente, me goteaba por la barbilla y caía encharcando el suelo seco. Daba igual. Seguía elevado en mi felicidad. Y me senté cerrando los ojos.

Creían que no los escuchaba, pero los percibía claramente. Se apresuraban en abandonar el autobús con cuchicheos sobre una fiera dormida, sobre la suerte de que no tuviera hambre, con palabras de terror temblorosas. Incluso el conductor.

Se estaba bien allí, sin ruidos, de noche, en mitad de ninguna parte, con la luna llena, antes invisible por la contaminación espesa de la ciudad. Se estaba bien. Sí. Me quedaré a dormir aquí, en mitad de ninguna parte. ¡Qué paz! ¡Qué feliz quedo!

8 comentarios

Juanjo -

De vez en cuando, viene bien pegar un grito, jajaja.

Me ha gustado el texto y la imagen. Esta última te la he cogido prestada para una entrada en mi blog. Si no te parece bien, dímelo y la retiraré.

Muchas gracias.

leon -

creo que soy un licantropo necesito ayuda ....quiero localizar a un experto escribanme a mi correo alasnegras_leo@hotmail.com

mox -

Ya sabes: el destino existe, así que cuidado con el destino.

El Tahúr Manco -

Me parece que era Jung el que decía que nada sucede por casualidad, que en realidad atraemos a nuestra vida aquello que nos está ocurriendo en ese momento.
No sé si pasa de verdad, pero después de encontrarme con esto, joder que si me lo creo!!

mox -

Yo creo que se autohizo el amor, porque ese estado de felicidad no se consigue así como así.

d. cerbera -

Vaya, lo de sujetar los lobos interiores, en este caso, ni pensarlo... total, por un lobito feliz que solo quiere descansar.

mox -

Jajaja, también son muy cancerígenas, como todos los metales pesados.

La verdad es que éste licántropo era un poco raro, porque... ¿qué hombre-lobo decente hubiera dejado escapar un autobús lleno de carne fresca?
(Bueno, además de tu amigo Ramón, claro)

coco -

A veces también me dá por aullar a la luna, pero nunca con tanto ímpetu. Cuidado con las balas de plata, que no matan, pero engordan.