Question?
¿Alguien te ha dicho alguna vez (mirándote a los ojos y respirando tu mirada): me gusta pasar el tiempo contigo?
¿Alguien te ha dicho alguna vez (mirándote a los ojos y respirando tu mirada): me gusta pasar el tiempo contigo?
Ya no te quiero como antes. Ahora todo es costumbre. El beso que antes te robaba y que me costaba un te-persigo-por-toda-la-casa-para-darte-un-pescozón-por-ladrón y que nos mantenía espabilados el cariño, ahora ya me da igual. Es un 5-1 en tenis, con el jugador que ha entregado ya el set porque ni saca bien, ni resta y ni le quedan ganas de inventarse puntos ganadores.
Tampoco me acuerdo de un gesto de tu cariño desde hace dos años. No hay contactos en la cama. No suena nuestra música cuando nos miramos ni se huele a azahar cuando nos damos las manos. Tampoco escucho reproches ni palabras que suenen mas altas de lo normal. Nos repartimos algunas tareas de casa y los crios nos quieren.Y reconozco que estas últimas costumbres son de agradecer.
Eso sí, estamos más tiempo aporreando el ordenador que paseando. Hace ya tiempo que no viajamos juntos. Yo todavía salgo de vez en cuando pero solo. Mis propios viajes. Mis anécdotas que no comparto porque no preguntas.
Pero anoche, los vecinos de la casa de al lado celebraban una fiesta heavy que las paredes no podían contener y que filtraban a nuestro dormitorio de manera muy desagradable. El sueño se fugaba con el ruido de la música y me llegué a enfadar después de una hora en la cama dando vueltas. Entonces, encendí la luz de la mesilla y te ví durmiendo, respiración pausada y rostro sonriente.
Te robé un beso de los de antes...
En la frente, eso sí... pero te lo robé.
Tu, en mitad de tus sueños, me buscaste la mano y barajaste tus dedos con los míos y sonreiste aún más. Tardé un poco más en apagar la luz y todo ese tiempo estuve admirándote ("yo no te miro, te admiro", te solía decir entre risas). Me dormí pronto.
Quizá sea el inicio de la remontada del segundo set.
Tengo uno de esos pantalones de hospital. Son de algodón, con rayas blancas y azules muy finas y desgastados y descoloridos de tanto uso y tantas lavadas. Tienen un cordel de hilo blanco muy largo para sujetártelos a la cintura, porque siempre te los dan grandes, como tres o cuatro tallas más grandes. Y son rabicortos.
Sí, claro, te puedes quejar diciendo que pareces un esperpento protagonista de alguna película de campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial. Pero es que si te quejas, te ponen uno de esos babis gigantes que se anudan al cuello y que te dejan el culo al aire. El peluquero de mi barrio los tiene de color negro, los de los hospitales son blancos, pero en el fondo los dos te dejan con el culo al aire.
Los robé con la esperanza que nadie llevara más semejante aberración. Además invité a los demás vecinos de planta a que hicieran lo mismo y que propagaran el mensaje entre los nuevos que llegaran, a ver si había una renovación de vestuario decente en la Sanidad Pública Española.
Y sin embargo, después de tanto tiempo conmigo, ahora los miro con otros ojos. Ahora tienen un no sé qué, que me atrae. Son bellos los muy jodíos.
Y esta noche me he decidido. Me los pondré. Y con mi torso desnudo, me presentaré al mundo.
Me tatuaré con las ceras de mi hijo pequeño una calavera en el pecho, cuidando no dejar demasiados pelos en ellas por si luego le da asco. Los ojos de la calavera coincidirán con mis pezones y la boca con mi ombligo, claro.
Con un trapo del polvo (resto de una antigua jarapa escandalosamente coloreada) me haré una cinta para el pelo que oculte bien mi calva de monje franciscano.
Iré descalzo, aunque apeste sin plantillas devorolor que me protejan.
Y meteré para adentro todo lo que pueda la barriga.
Pretendo así, además de presentarme al mundo como antes he dicho, tener una noche ardiente con mi mujer, que hace ya tiempo que está sosona.
Mañana os cuento. Deseadme suerte.
Poco más o menos la frase era así.
Hay personas que entran en tu vida destinadas a salir de ella. Aunque las quieras y las abraces muy fuerte, lo único que consigues es que tarden un poco más en irse.
Y ahora digo yo.
A veces su estancia con nosotros es tan sólo de unos meses, y en esos casos te das cuenta que son esas gotas de vida que te regala el destino y que te llevarás a todas partes grabadas a fuego en tu retina y en tu alma.
Ayer descolgué del armario de mis sueños, la camiseta del recuerdo. Estaba entre otras, remezclada con las de mis posibles futuros y con las de mis vidas anteriores. Y en un bolsillo encontré una de estas gotas de vida. Mari Jose. Tan solo puedo hablar del suave dulzor que me llenaba el pecho al despertar esta mañana.
Estaba sentado en una de esas alargadas heladerías rectangulares que sobreviven en los picos esquinas de pueblos de sol y playa. Un gran mostrador, recubierto de arriba a abajo de espejos limpios como patenas, corría de un lado al otro del local. Las mesas se situaban frente al mostrador, de modo que, todos los que estábamos sentados, nos reflejábamos en ellos brillantes bajo la excesiva iluminación del local.
Delante de mí, en una mesa contigua, un hombre y una mujer, cuarentones ya, conversaban animadamente.
Podía ver la cara del hombre fumando sus cigarrillos hasta la boquilla, mirando sin ver el otro lado del bar, para así reconcentrarse en la historia que estaba contando. Me ofrecía su perfil y así, sin necesidad de espejo que reflejara su imagen, pude distinguir sus cejas espesas y canosas, su nariz romana absorbiendo en cada calada profunda, los restos de humillo que se desprendían de la punta abrasada de su cigarro y los gestos tan expresivos de sus grandes manos que, suavemente, pintaban en el aire las palabras que resbalaban de sus labios.
La mujer me ofrecía generosamente su espalda. Llevaba un vestido sensual, muy ceñido y alegre, lleno de rosas, rojos y limones sobre crema. Una cabellera castaña quemada por las horas de playa se le descolgaba ligera como mi sofocada imaginación. Por debajo de la mesa, el vestido dejaba entrever unas pantorrillas morenas, duras y bien torneadas.
La mujer, con movimientos flexibles de querer fundirse en su pareja, jugaba a déjame acercar, que me alejo. Continuamente cruzaba y descruzaba las piernas, se desplazaba unos centímetros de su asiento y se distorsionaba hacia el hombre.
Me enganchó como me enganchan y me alimentan las puestas de sol limpias o los amaneceres de rayos de sol naranjas prisioneros entre nubes que poco a poco se liberan y explotan brillantes de color. Y así pude alimentarme de sus interminables piernas cruzadas acompasadas en ligeros temblores rítmicos, pude alimentarme de sus caderas voluptuosas que se aplastaban arrastrándose por el asiento de la silla y por fin, pude alimentarme con la ”S” torcida de su espalda cuando se vencía hacia el oído imperturbable de su pareja y se recostaba cara con hombro, como buscando un suave colchón de plumas en el seno de su hombre.
No alcancé a verle la cara. Pensé que, como los espejos eran grandes, al final se la descubriría, así que dejé que el tiempo hiciera su trabajo.
Pero no aguanté. Me pudo la impaciencia.
Moví la cabeza hacia todos los lados buscando el reflejo que me enseñara su imagen. No hubo manera. Desplacé con disimulo la silla hacia un lado para abrir el ángulo de visión pero su cara se me negaba. La moví un poco más hacia el otro lado sin llamar demasiado la atención, a riesgo de romper la magia del momento, pero tampoco.
Me puse enfermo de imaginación cuando el espejo me devolvió el apretón de manos que le dio ella por debajo de la mesa. Fue una búsqueda desesperada por entre los pantalones, búsqueda ciega, de palpar hasta encontrar la mano de él y atesorarla con cariño entre las suyas.
Hice un nuevo intento. Tiré las llaves al suelo ahogado por la impaciencia de firmar ese cuerpo con un rostro relleno de amor y ojos lánguidos y las recogí buscando desesperado su cara. Pero mi mal disimulado acto sólo cosechó una silenciosa ojeada de reproche de un hombre molesto que me hizo acobardar y bajar la mirada arrepentido de una intrusión que fue inútil porque el espejo, al fin y al cabo aliado de esa pareja, me negó su semblante.
Entonces el hombre se removió en su asiento y le susurró a la mujer una sonrisa, un beso y una caricia. Se levantaron, pagaron y se fueron. En su espalda se llevó escrita mi desesperación. Seguro que cuando ella ladeó su cabeza hacia él, le tuvo que devolver la sonrisa.
Tengo la mala costumbre de despertarme en tus sueños.
No sé si sabes que me encanta la música de fondo que sintonizas: Hoy canta Sandrine Kimberlain. Bajas la mirada. Sonríes ausente mientras canta. Me gusta observarte cuando crees que nadie te vigila. Bruscamente has cambiado de color de cielo. Hoy, de violeta brillante, te has ido a azul vaquero, no sé si es porque has comenzado a hablar en sueños, los demás pueden escucharte y te da miedo desnudarte demasiado… o porque he comenzado a perseguirte en mitad de una guerra contra mí. Te he dado la mano y sin dudarlo, me la has arrancado para dársela de comer a unos pájaros que te buitreaban desde el comienzo del sueño. No has hecho caso de mis chistes de mancos y te has largado con tu amiga la triste mientras le reías las gracias. Luego ha aparecido nuestro nene y su cabeza se ha convertido en un surtidor de gasolina del que sólo salían besos. Besos de cariño, besos insistentes, besos apremiantes, besos agobiantes, besos pesados, besos cargantes, besos odiosos. Huyes. Te alcanzo y te pregunto si quieres navegar. Te hundes en la tierra para esquivarme, pero sigo el rastro de tu canción y te doy uno de mis ojos, encerrado en un juguete, un suave peluche de terciopelo de barro. Lo has dejado caer y se ha hecho trizas. Despliegas las alas para escapar volando. Te escoltan tus amigos los pájaros-buitre. Para despistarlos les ofrezco media pierna. Te cuento chistes de cojos, pero te evaporas a una nube junto a tu amigo el desconsolado que te piropea con historias divertidas y que te arrancan sonrisas de lujo. Te localizo durmiendo en una cama y me acerco con sigilo porque quiero despertarte con saña. Pero no te sorprendo. Eres tú la queme sorprendes a mí, porque ya estás despierta y cuando te giras alzas tus dedos y me despegas la cara. No hay sangre. Siento lo mismito que siento al explotarme una espinilla rebosante de pus. Te la pones. Me río porque te falta un ojo. Por primera vez en todo el sueño me sonríes, aunque lo hagas con mi cara. Y ahora…
Te despiertas.
Me despierto.
- ¿Qué tal la noche? ¿Has descansado?
- Bien, bien, ya sabes, como siempre…
Rodeo nucas apasionantes queriendo descubrir miradas vitales, con chispa, de esas que te lanzan un "me gustas y te sonrío con los ojos que has buscado porque con los labios sería mucho descaro y a mi edad no estoy para descaros... lo siento".
Me engancho a miradas tristes de las que se resbala un "... y a tí qué te importa lo que sufro o dejo de sufrir. No me mires así que mi vida no es tuya... No me mires..."
Me sobresalto cuando una mirada se escapa entre el resquicio cada vez más pequeño de las puertas de un ascensor cerrándose, dispuesta a huir de la formalidad de su dueña y robarme el paso que doy hacia un lado para mantenerla unida a mí, hasta que inevitablemente se corta cuando la puerta se acaba de cerrar y el ascensor inicia viaje a los pisos de abajo.
Me cuesta deshacerme del abrazo que me dieron unos ojos rellenos de azul líquido, casi hielo y que me dieron esquinazo en la penúltima parada del tranvía.
Y sobre todo me inquietan los que veo cada mañana en la otra dimensión, aquellos que viven tras el espejo del cuarto de baño, que me persiguen en el espejo puzzleado del recibidor y me rematan en el espejo del retrovisor del coche. Porque no reconozco esos ojos que me observan. Porque solo siento que no sienten. Porque se dispersan y huyen de los demás.
Os deseo a tod@s unas muy felices fiestas
-¿Y nunca te ha guiñado el ojo la pizarra para que le dejaras un mensaje? Eh, que también sabe hablar...
-Pues no. La pizarra está ahí. Es negra y pesa mucho. Pero no se mueve, ni guiña ojos, ni habla, ni nada.
-No la has mirado bien. Ven... (me cogió del brazo y me sacó al pasillo). Ahora vas a entrar y pegas la oreja en el centro de la pìzarra, a ver si escuchas algo de lo que te diga . O mejor deja que te lleve yo, pero con los ojos bien cerrados para que sepa que estás muy concentrado en lo que te dice... muy concentrado. A ver si la oyes. Tienes que cerrar los ojos... cerrarlos y tenerlos bien apretados para que ella vea que sólo puede hablar contigo, que no le vale con guiñar el ojo... Y seguro que cuando empieze a hablar, la escuchas.
-¿Y de qué habla?
-Anda, calla y cierra los ojos, que te llevo.
-Bueno, vale...Mira cómo los cierro... ¿Así de apretados? (y otra vez, del brazo, me sirvió de Lazarillo y me dejó justo delante de la pizarra)
-Calla y pega la oreja.
-¿Así?
-No... Más fuerte...
-¿Asííííí? (y empujaba con la oreja, la cara y el pelo de mi perfil de ojos cerrados contra la pizarra)
-Sííí, asíííí...
Pero la pizarra seguía muda. Tan sólo escuché un rumor de risas contenidas de mis compañeros. Seguro que estaban pensando que estaba loco al apoyar de esa forma la cabeza contra la pizarra, como si la quisiera romper... Hasta que, cansado de la mudez de la pizarra, me separé de ella, protestando, al centro de la clase.
-Aquí no se oye na de ná. Y abrí los ojos. Y todos estallaron en risas. Me volví a la pizarra y entendí la tomadura de pelo.
Mientras estaba en el pasillo dejándome convencer, algún conchavado pintó un círculo blanco de tiza y cuando apoyé la cabeza en la pizarra, me ensucié tanto de polvo blanco que parecía que me habían rociado de harina.
Me encogí de hombros y me senté... Y entonces fué (os lo puedo jurar) cuando la pizarra me guiño un ojo.
Así que me levanté y, sin ser original, que no estaba yo, con toda la clase riéndose a mandíbula batiente, para ser original, le dejé este mensaje: "Paren el mundo que me bajo"
"Érase una vez" se me ha convertido en un huerto que, aunque ahora mismo lo tengo bastante descuidado, siempre me ha dado satisfacciones, y la mayor de ellas es la satisfacción de conocer los pensamientos y los sentimientos de muchas personas que se encuentran al otro lado de mi pantalla, asomados a la suya propia y conectados por este milagro que es internet.
Por eso ¡¡¡¡GRACIAS!!! y desearos a tod@s un feliz verano.
Hasta siempre
Me sé la teoría
y a veces también la práctica.
Y hay que ver cómo anhelo
un poco de mala leche
para acercarme mejor a la vida.
Voy encontrándome cosas por ahí.
De bebé me encontré un chupete debajo de la almohada y me gustó. A la vista de ese tesoro y como hace cualquiera al que le ha sonreído la diosa fortuna, perseguí la suerte en el mismo lugar en que la encontré la primera vez, así que durante años siempre busqué chupetes bajo las almohadas.
De niño, encontré una estampa en una mesa y me gustó así es que busco desde entonces estampas en todas las mesas.
De adolescente, un balón detrás de una puerta y me gustó así es que busco siempre detrás de cada puerta que abro otro balón.
De joven, un bolígrafo dorado en la carpeta de los apuntes y me gustó, así que ahora busco en cada carpeta de apuntes bolis aunque no sean dorados.
De mayor en la playa, una cadena de plata eslabonada con anillos esbeltos y me gustó, y ahora me paso las horas muertas buscando pulseras en todas las playas.
Ayer ví un reflejo arco iris en la taza del wc y me gustó. Así que he ido a comprarme unas cuantas cajas de guantes de plástico largos para cuando vaya a restaurantes, cafeterías, gasolineras y casas de amigos.
Estos días me dije muchas veces que lloramos por lo bueno que perdemos.
Luego me dije que sí, que lloramos por lo bueno que perdemos pero que al final siempre aprendemos a vivir con lo que la vida nos deja.
Y ahora me digo que esto es la enfermedad de la edad y que no se si tengo ganas de sobrevivir... y luego, sacudo la cabeza y sigo preparándome los 300 gramos de ensalada.
Tengo cien mentiras escondidas y cuando las descubras ya tendré cien más.
La primera de todas es una mentira de verdad y la segunda es una verdad de mentira y por más que quieras nunca sabrás si lo que te digo es lo primero que digo o es lo segundo, es decir si te miento de verdad o si te hablo con el corazón aunque te mienta.
Así advertida ya te puedo decir que te amo o que te odio, que eres mi sol o mi infierno, que te quiero hasta gritar al viento cuando me estalla el corazón o que me consume mi sombra y ya no me quedan nada más que estos dos dedos para escribirte que te amo y que te odio, que eres mi sol o mi infierno y que te quiero hasta gritarle al viento que no sé gritar con fuerza nada más que la verdad. La mía. Que te quiero aunque no te dejes querer. Que te amo aunque lo sepas y no quieras que te quiera así.
A veces hablo demasiado, a destiempo, incongruente.
A veces miro fijo, descarado, impertinente.
A veces sólo escucho lo que quiero escuchar, egoista, egocéntrico.
Otras veces ni hablo, ni miro, ni escucho, lo que me convierte en interesante, en misterioso o en sabio.
Erase una vez una gota de agua que jamás había visto el mar.
Y lo intentó de mil maneras y sé de algunas en que casi lo consiguió. Veréis: Una vez, el sol la ayudó a subir a una nube y pactaron con el viento veloz del norte, el más frío e implacable, para viajar rápido, pero cuando se encontraban justo encima del mar y se descolgó alegre, impaciente por sentir la blancura de su espuma, una veloz gaviota se la tragó y huyó vertiginosamente hacia los acantilados altos de una isla donde la gota fue defecada en la tierra, absorbida por una ramita de tomillo y liberada de nuevo al aire, pero ya sin peso, etérea. Flotó tantos kilómetros que se mareó y perdió el sentido y la oportunidad de su deseo.
Otra vez, allá en los lejanos páramos del Sur, una noche sintió frío y al día siguiente se despertó siendo una gota-hielo inmóvil en mitad de una gran montaña de gotas-hielo inmóviles, y se ilusionó porque todos saben que los bloques de hielo gigantes de los que formaba parte, se desprendían y viajaban flotando por el mar hacia el cálido ecuador y poco a poco se derretían y todas las gotas-hielo terminaban cambiando a gotas-agua de mar. Y cuando ya formaba parte de la grieta del iceberg, y sonreía a la ilusión de verse convertida en mar, el destino quiso que la gota se quedara en el lado malo de la grieta. Luego un poco de calor, lo suficiente para verse otra vez etérea, y luego entre nubes y arrastrada al interior de los continentes
Hubo una vez más: regando árboles, logró no ser atrapada por sus raíces y pudo huir hacia una corriente subterránea que la llevó a la bóveda de una cueva. Allí se precipitó por una pequeña catarata a un río enorme y la sonrisa le volvió a pintar el alma y se llenó de la emoción de verse entre remolinos de río juguetón porque, como todas las gotas saben, los ríos van directos al mar. Pero se despistó, navegó cerca de la orilla, una noria la raptó y el destino le volvió a negar sus deseos.
Por último, también sé que lo intentó siendo lagrima de una amante despechada, que aliviaba su dolor caminando descalza por la playa justo a la orilla del mar. Desde los ojos, a punto de saltar, se sentía mal porque era una lágrima feliz, pero es que podía ver cómo reventaban las pequeñas olas a los pies de su dueña. Y al fin cayó. Pero una ráfaga de viento malintencionado ululó en sus oídos y sintió cómo la empujaba hacia el vestido de la mujer y se diluyó entre los hilos de un suave tejido vaporoso.
Sé que anda luchando por conseguir su deseo negado tantas veces y os aseguro que la he buscado por todo el mundo. Pero cuando pregunto por ella nadie sabe dónde está y yo no la distingo porque, como todos sabéis, son todas iguales... Aunque hubo una vez que creí ver diminutas lágrimas en una lágrima.
Sentado en un rincón de la cama miro desganado las zapatillas aparcadas debajo de un cojín y me hurgo con dedos perezosos la mollera. Toca dormir dentro de un momento pero me niego a perder unos gramos de noche, así que aguanto una vidriosa ojeada durante algunos segundos a mis pies, y casi sin querer se me escapa un cerrar de párpados.
Un truco que uso cuando quiero dormir y mis malos presentimientos no me dejan y me quieren convecer que resista, (pobre de tí si te duermes porque nos vamos a transformar en peligrosa pesadilla), es sacudírmelos de la cabeza a base de imaginarme tumbado en una playa de arena fina, regado de sol y de espuma de mar, sujetándome las ganas de flotar entre aguas turquesa, derritiéndome gota a gota de sudor, encadenado a la última historia de mi vida de la que arranco palabra a palabra una sensación de paz, una sonrisa de placer y una alegría inmensa por ser capaz de soñar de esa forma mi vida.
Entro así por la puerta de atrás en mis mejores sueños, y me dejo llevar por caricias, miradas, besos y borbotones de cariño.
Pero a veces no funciona. Y entonces sin recurrir a ningún truco dejo pasar los segundos canción a canción, y me agoto buscando en el techo del dormitorio sombras que me solucionen la falta de imágenes de sueños como cuando miras las nubes que cargan un cielo espeso y les buscas parecidos de algodón. O me hago preguntas estúpidas como por qué soñamos en color si con los ojos cerrados no dejamos pasar la luz, o por qué tengo la manía de mirar sin pestañear a la gente y querer hurgar en sus pensamientos e inventarme sus vidas, proyectos, idas y venidas, o por qué me gusta quedarme en el chiringuito del Náutico con un cubata de Legendario y cola en vaso ancho disfrutando de fresco y de música.
Ayer, cuando me iba a la cama, tropecé con un disfraz de camaleón en el comedor. Nadie lo había visto durante el rato que estuvo desparramado en la alfombra. Claro, porque ¿quién, en su sano juicio, puede ver un traje de camaleón? Y si suponéis que me lo probé acertáis. Era de la talla XL, de esos que ceden y se ajustan, y aunque me venía un poco estrecho, empeñándome y batallando un poco con la barriga, me lo enfundé. Mi mimetismo era total y aunque estoy acostumbrado a ser invisible para las mujeres por tener más de cuarenta años, comprobé la invisibilidad del disfraz ante un espejo y aquello superaba todas mis sensaciones anteriores. Sencillamente yo era un camaleón perfectamente invisible.
Lo primero que hice fue abrir la ventana del patio de luces, caminar boca abajo por las paredes y entrar en el piso inferior. Para descender, las uñas se clavaban con agilidad en el yeso buscando automáticamente el resquicio, el agujero o la pequeña grieta, y la velocidad de bajada era asombrosamente alta. Aún así, lo mejor de todo era la visión panorámica que me proporcionaba el traje. Al principio, el cerebro se confundía porque no lograba compaginar la información independiente que recibía de cada uno de esos ojos saltones, pero una vez acostumbrado aquello era como estar en un cine imax.
Así que con mi visión periférica no había cucaracha, hormiga ni moxca (cojonera o no) o mosquito que se me resistiera, y durante el breve camino al piso de abajo, cené copiosamente sin poder resistirme al impulso cazador de mi larga lengua.
Cuando entré en casa de los del primero, lo primero que vi, fue el primer plano de una pareja haciendo el misionero. La cara de la vecina era todo un poema porque espasmódicamente se arqueaba, alzaba las piernas y abriendo mucho la boca y cerrando muy mucho los ojos quería gritar pero no lo hacía. Y es que Segundo, el vecino del segundo, le seguía la corriente a gritar callando. No había colchón de muelles sino de látex, por lo que una tumba sonaba igual. Así que cuando se escuchó el vuelo cansino de una moxca aterrizando en el culo de Segundo, en un visto y no visto, un chasquear de mi lengua significó una moxca en mi estómago y un latigazo en el susodicho culo con un gritar de aullido, severo pero satisfecho, de una manada de lobos. Como todo se contagia, la vecina no se pudo dominar y gritó a los cuatro vientos su placer descontrolado.
Camaleón mas asustado nunca se vio y como hacemos todos los cobardes, regresé de estampida al lugar de origen, con la mala fortuna que no entré a mi casa sino que, desorientado por las prisas, lo hice a casa de Segundo, el vecino del segundo, y más concretamente a su dormitorio, y del que tuve tiempo de ver salir con el rabo y la ropa entre las piernas, desnudo como Adán, a Prímulo, el vecino del primero y a mi vecina del segundo con imaginaos qué cara de circunstancias.
Noches posteriores investigando en la idiosincrasia del edificio até y desaté nudos de felicidad e infidelidad, y di consejos dejados caer aquí, acá, allá y acullá con lo que conseguí una distribución de la población más acorde con la sinceridad de los sentimientos. Y así, es un orgullo oír el látigo de vez en cuando en el piso de Segundo o unas carreras locas en el piso de Prímulo.
Ahora estoy en las páginas amarillas anunciándome como consejero matrimonial ecológico, el único en desinsectar edificios enteros por depredación natural, sin productos químicos, a la par que corrige las situaciones de estrés sexual de comunidades vecinales nivelándolas y redistribuyéndolas.
Cobro en negro y ojalá no me pille Hacienda, aunque si lo hiciera, cuento con lo invisible de mi traje de Camaleón.
FELIZ AÑO
NUEVO
Estos días, las calles se han puesto ya definitivamente la bufanda, el abrigo y los guantes. He colgado eso de vestir de buena mañana un suéter de manga corta con un jersey de manga larga y quitarme la manga larga a medio día para sentir el sol tibio en la piel. Sólo quedan cuatro meses para volver a hacerlo.
Disfruto ahora del invierno de nariz roja, lleno de luz amarilla y camisetas interiores de esas forradas de pelo y añoro los frotes enérgicos por todo el cuerpo que me daba mi madre al meterme en la cama por las noches para que el pesado frío fuera ligero y amable con mis huesos de niño.
Tengo flases de gorro triángulo de lana con una bola en la punta, de orejas de hielo a punto de romperse, de río sin agua congelado a rodales y bordeado de groseras y salvajes malas hierbas pintadas delicadamente de blanco escarcha en mitad del cauce.
Me doy la vuelta mirando al cielo, y me aferro al poste de la portería y giro a la velocidad de la luz y me suelto y mareado el cielo es tierra y la tierra, cielo y me caigo al cielo, y para tomar constancia de la tierra pego mi cara contra él y muerdo arena. El otro, el que me ha retado a ver quién aguanta más tiempo de pie después de girar alrededor de los postes de la portería se ha soltado ya del suyo, y está junto a mí, intentando agarrarme de las manos para frenarse en su caída desde la tierra al cielo y me mira riéndose... y vomita entre ahogos.
Como en la playa. Tan fríamente calurosa de baños sin bañador en aguas desiertas casi árticas.
Como en el día de la entrega de notas cuando le tengo que decir a Don Fermín que me da miedo cambiarme al instituto y ya delante de él, se me agolpan las palabras formando un tapón imposible de destapar.
Y vuelvo a las carreras, a jugar a la pelota después de clase, a caminar veinte minutos hasta casa, a comer y a veinte minutear caminando hasta el instituto y notando que las calles ya se han puesto la bufanda y que de un momento a otro se pondrán el abrigo y los guantes.
Y aquí sigo, en mitad de mi laberinto, solo y acompañado, siguiendo recto las vueltas que doy, encontrándome con paredes que me vuelven al principio y con otras que no me dejan seguir.
Imagen "Mutus Liber" de Dino Valls