Cadena de Sonrisas
Estos días he estado en el hospital, en plan voy y vengo, para estar con mi madre porque la han operado. Todas las mañanas he bajado a la cafetería, pequeña y, a pesar de estar siempre llena de gente, no demasiado bulliciosa. He pedido algún zumo que otro y a continuación he hecho lo que todos allí: buscar un asiento libre, que por necesidades de acomodo y por estar yo solo en esos momentos, normalmente lo encontraba frente a alguien desconocido. El protocolo era más o menos siempre el mismo. Buenos días. Buenos días. ¿Está libre?. Sí (y un gesto o una mirada o un indiferente giro de cabeza a ninguna parte me indicaba que podía sentarme). Yo luego haría igual, claro. Es el protocolo.
La cafetería por la mañana estaba llena de ojos ensimismados, masticares lentos, periódicos abiertos y cafés humeantes. Vamos que casi parecía cualquier conocida cafetería anónima de la ciudad. Gente sufriendo por dentro su propia procesión y pensando la mejor forma de resolverla o simplemente intentando desconectar de ella. Muchos de los que estaban ingresados tenían más vida que los que estábamos allí, como en cualquier conocida cafetería anónima de la ciudad, por supuesto.
Pero hace tres mañanas mi mirada transparentemente opaca ¡cobró vida!. ¿Qué pasó? Pues que vi entrar a una chavala con una gran sonrisa en la boca, en sus dientes, en sus carrillos hinchados de contento, con una gran sonrisa en los ojos, en sus arrugadas patas de gallo, con una gran sonrisa en sus andares resueltos y ligeros, en sus nerviosos movimientos, y, sin saber por qué, me sentí bien. Pero es que miro alrededor y casi tod@s estábamos presenciando el espectáculo... y cuando se sentó (en una mesa vacía, que no hubo protocolo) las mesas volvieron a convertirse en una conocida cafetería anónima de cualquier ciudad. Pero las buenas vibraciones me acompañaron todo el día.
Hace dos mañanas entré en la cafetería con mi zumo en una mano y la MEJOR de mis sonrisas en la otra. Andaba con mucha gracia, resuelto y presuroso entre las mesas, la barbilla alzada, mostrando los dientes hasta las encías y todas las patas de gallo que podía, incluso me reí cuando tropecé con una silla que no vi y le cayó zumo al guardia de seguridad o cuando empujé a la camarera que estaba reponiendo servilleteros y prácticamente la tiré sobre una mesa, y cuando me negaron el asiento en dos mesas seguidas me hizo gracia y no le di importancia. Mi sonrisa y yo habíamos conquistado la cafetería porque todo el mundo ¡PERO TODO EL MUNDO! me miraba alegre y divertido, rellenos como pavos de buenas vibraciones.
Horas después dieron el alta a mi madre.
Ayer mañana me hubiera gustado estar en esa conocida cafetería anónima para ver si alguien continuó la cadena de sonrisas.
Un beso y una azalea, mamá.
La cafetería por la mañana estaba llena de ojos ensimismados, masticares lentos, periódicos abiertos y cafés humeantes. Vamos que casi parecía cualquier conocida cafetería anónima de la ciudad. Gente sufriendo por dentro su propia procesión y pensando la mejor forma de resolverla o simplemente intentando desconectar de ella. Muchos de los que estaban ingresados tenían más vida que los que estábamos allí, como en cualquier conocida cafetería anónima de la ciudad, por supuesto.
Pero hace tres mañanas mi mirada transparentemente opaca ¡cobró vida!. ¿Qué pasó? Pues que vi entrar a una chavala con una gran sonrisa en la boca, en sus dientes, en sus carrillos hinchados de contento, con una gran sonrisa en los ojos, en sus arrugadas patas de gallo, con una gran sonrisa en sus andares resueltos y ligeros, en sus nerviosos movimientos, y, sin saber por qué, me sentí bien. Pero es que miro alrededor y casi tod@s estábamos presenciando el espectáculo... y cuando se sentó (en una mesa vacía, que no hubo protocolo) las mesas volvieron a convertirse en una conocida cafetería anónima de cualquier ciudad. Pero las buenas vibraciones me acompañaron todo el día.
Hace dos mañanas entré en la cafetería con mi zumo en una mano y la MEJOR de mis sonrisas en la otra. Andaba con mucha gracia, resuelto y presuroso entre las mesas, la barbilla alzada, mostrando los dientes hasta las encías y todas las patas de gallo que podía, incluso me reí cuando tropecé con una silla que no vi y le cayó zumo al guardia de seguridad o cuando empujé a la camarera que estaba reponiendo servilleteros y prácticamente la tiré sobre una mesa, y cuando me negaron el asiento en dos mesas seguidas me hizo gracia y no le di importancia. Mi sonrisa y yo habíamos conquistado la cafetería porque todo el mundo ¡PERO TODO EL MUNDO! me miraba alegre y divertido, rellenos como pavos de buenas vibraciones.
Horas después dieron el alta a mi madre.
Ayer mañana me hubiera gustado estar en esa conocida cafetería anónima para ver si alguien continuó la cadena de sonrisas.
Un beso y una azalea, mamá.