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Erase Una Vez

Buenas noches

Partido de Tenis

Ya no te quiero como antes. Ahora todo es costumbre. El beso que antes te robaba y que me costaba un te-persigo-por-toda-la-casa-para-darte-un-pescozón-por-ladrón y que nos mantenía espabilados el cariño, ahora ya me da igual. Es un 5-1 en tenis, con el jugador que ha entregado ya el set porque ni saca bien, ni resta y ni le quedan ganas de inventarse puntos ganadores.

Tampoco me acuerdo de un gesto de tu cariño desde hace dos años. No hay contactos en la cama. No suena nuestra música cuando nos miramos ni se huele a azahar cuando nos damos las manos. Tampoco escucho reproches ni palabras que suenen mas altas de lo normal. Nos repartimos algunas tareas de casa y los crios nos quieren.Y reconozco que estas últimas costumbres son de agradecer.

Eso sí, estamos más tiempo aporreando el ordenador que paseando. Hace ya tiempo que no viajamos juntos. Yo todavía salgo de vez en cuando pero solo. Mis propios viajes. Mis anécdotas que no comparto porque no preguntas. 

Pero anoche, los vecinos de la casa de al lado celebraban una fiesta heavy que las paredes no podían contener y que filtraban a nuestro dormitorio de manera muy desagradable. El sueño se fugaba con el ruido de la música y me llegué a enfadar después de una hora en la cama dando vueltas. Entonces, encendí la luz de la mesilla y te ví durmiendo, respiración pausada y rostro sonriente.

Te robé un beso de los de antes...

En la frente, eso sí... pero te lo robé.

Tu, en mitad de tus sueños, me buscaste la mano y barajaste tus dedos con los míos y sonreiste aún más. Tardé un poco más en apagar la luz y todo ese tiempo estuve admirándote ("yo no te miro, te admiro", te solía decir entre risas). Me dormí pronto.

Quizá sea el inicio de la remontada del segundo set.

En tus sueños

En tus sueños

Tengo la mala costumbre de despertarme en tus sueños.

No sé si sabes que me encanta la música de fondo que sintonizas: Hoy canta Sandrine Kimberlain. Bajas la mirada. Sonríes ausente mientras canta. Me gusta observarte cuando crees que nadie te vigila.  Bruscamente has cambiado de color de cielo. Hoy, de violeta brillante, te has ido a azul vaquero, no sé si es porque has comenzado a hablar en sueños, los demás pueden escucharte y te da miedo desnudarte demasiado… o porque he comenzado a perseguirte en mitad de una guerra contra mí. Te he dado la mano y sin dudarlo, me la has arrancado para dársela de comer a unos pájaros que te buitreaban desde el comienzo del sueño. No has hecho caso de mis chistes de mancos y te has largado con tu amiga la triste mientras le reías las gracias. Luego ha aparecido nuestro nene y su cabeza se ha convertido en un surtidor de gasolina del que sólo salían besos. Besos de cariño, besos insistentes, besos apremiantes, besos agobiantes, besos pesados, besos cargantes, besos odiosos. Huyes. Te alcanzo y te pregunto si quieres navegar. Te hundes en la tierra para esquivarme, pero sigo el rastro de tu canción y te doy uno de mis ojos, encerrado en un juguete, un suave peluche de terciopelo de barro. Lo has dejado caer y se ha hecho trizas. Despliegas las alas para escapar volando. Te escoltan tus amigos los pájaros-buitre. Para despistarlos les ofrezco media pierna. Te cuento chistes de cojos, pero te evaporas a una nube junto a tu amigo el desconsolado que te piropea con historias divertidas y que te arrancan sonrisas de lujo. Te localizo durmiendo en una cama y me acerco con sigilo porque quiero despertarte con saña. Pero no te sorprendo. Eres tú la queme sorprendes a mí, porque ya estás despierta y cuando te giras alzas tus dedos y me despegas la cara. No hay sangre. Siento lo mismito que siento al explotarme una espinilla rebosante de pus. Te la pones. Me río porque te falta un ojo. Por primera vez en todo el sueño me sonríes, aunque lo hagas con mi cara. Y ahora…

Te despiertas.

Me despierto.

-          ¿Qué tal la noche? ¿Has descansado?

-          Bien, bien, ya sabes, como siempre…

 

Feliz 2008

Feliz 2008 Os deseo a tod@s unas muy felices fiestas

La pizarra

-¿Y nunca te ha guiñado el ojo  la pizarra para que le dejaras un mensaje? Eh, que también sabe hablar...

-Pues no. La pizarra está ahí. Es negra y pesa mucho. Pero no se mueve, ni guiña ojos, ni habla, ni nada.

-No la has mirado bien. Ven... (me cogió del brazo y me sacó al pasillo). Ahora vas a entrar y pegas la oreja en el centro de la pìzarra,  a ver si escuchas algo de lo que te diga . O mejor deja que te lleve yo, pero con los ojos bien cerrados para que sepa que estás muy concentrado en lo que te dice... muy concentrado. A ver si la oyes. Tienes que cerrar los ojos... cerrarlos y tenerlos bien apretados para que ella vea que sólo puede hablar contigo, que no le vale con guiñar el ojo... Y seguro que cuando empieze a hablar, la escuchas.

-¿Y de qué habla?

-Anda, calla y cierra los ojos, que te llevo.

-Bueno, vale...Mira cómo los cierro... ¿Así de apretados? (y otra vez, del brazo, me sirvió de Lazarillo y me dejó justo delante de la pizarra)

-Calla y pega la oreja.

-¿Así?

-No... Más fuerte...

-¿Asííííí? (y empujaba con la oreja, la cara y el pelo de mi perfil de ojos cerrados contra la pizarra)

-Sííí, asíííí...

Pero la pizarra seguía muda. Tan sólo escuché un rumor de risas contenidas de mis compañeros. Seguro que estaban pensando que estaba loco al apoyar de esa forma la cabeza contra la pizarra, como si la quisiera romper... Hasta que, cansado de la mudez de la pizarra, me separé de ella, protestando, al centro de la clase.

-Aquí no se oye na de ná.  Y abrí los ojos. Y todos estallaron en risas. Me volví a la pizarra y entendí la tomadura de pelo.

Mientras estaba en el pasillo dejándome convencer, algún conchavado pintó un círculo blanco de tiza y cuando apoyé la cabeza en la pizarra, me ensucié tanto de polvo blanco que parecía que me habían rociado de harina.

Me encogí de hombros y me senté... Y entonces fué (os lo puedo jurar) cuando la pizarra me guiño un ojo.

Así que me levanté y, sin ser original, que no estaba yo, con toda la clase riéndose a mandíbula batiente, para ser original, le dejé este mensaje: "Paren el mundo que me bajo"

La gota

La gota

Erase una vez una gota de agua que jamás había visto el mar.

Y lo intentó de mil maneras y sé de algunas en que casi lo consiguió. Veréis: Una vez, el sol la ayudó a subir a una nube y pactaron con el viento veloz del norte, el más frío e implacable, para viajar rápido, pero cuando se encontraban justo encima del mar y se descolgó alegre, impaciente por sentir la blancura de su espuma, una veloz gaviota se la tragó y huyó vertiginosamente hacia los acantilados altos de una isla donde la gota fue defecada en la tierra, absorbida por una ramita de tomillo y liberada de nuevo al aire, pero ya sin peso, etérea. Flotó tantos kilómetros que se mareó y perdió el sentido y la oportunidad de su deseo.

Otra vez, allá en los lejanos páramos del Sur, una noche sintió frío y al día siguiente se despertó siendo una gota-hielo inmóvil en mitad de una gran montaña de gotas-hielo inmóviles, y se ilusionó porque todos saben que los bloques de hielo gigantes de los que formaba parte, se desprendían y viajaban flotando por el mar hacia el cálido ecuador y poco a poco se derretían y todas las gotas-hielo terminaban cambiando a gotas-agua de mar. Y cuando ya formaba parte de la grieta del iceberg, y sonreía a la ilusión de verse convertida en mar, el destino quiso que la gota se quedara en el lado malo de la grieta. Luego un poco de calor, lo suficiente para verse otra vez etérea, y luego entre nubes y arrastrada al interior de los continentes

Hubo una vez más: regando árboles, logró no ser atrapada por sus raíces y pudo huir hacia una corriente subterránea que la llevó a la bóveda de una cueva. Allí se precipitó por una pequeña catarata a un río enorme y la sonrisa le volvió a pintar el alma y se llenó de la emoción de verse entre remolinos de río juguetón porque, como todas las gotas saben, los ríos van directos al mar. Pero se despistó, navegó cerca de la orilla, una noria la raptó y el destino le volvió a negar sus deseos.

Por último, también sé que lo intentó siendo lagrima de una amante despechada, que aliviaba su dolor caminando descalza por la playa justo a la orilla del mar. Desde los ojos, a punto de saltar, se sentía mal porque era una lágrima feliz, pero es que podía ver cómo reventaban las pequeñas olas a los pies de su dueña. Y al fin cayó. Pero una ráfaga de viento malintencionado ululó en sus oídos y sintió cómo la empujaba hacia el vestido de la mujer y se diluyó entre los hilos de un suave tejido vaporoso.

Sé que anda luchando por conseguir su deseo negado tantas veces y os aseguro que la he buscado por todo el mundo. Pero cuando pregunto por ella nadie sabe dónde está y yo no la distingo porque, como todos sabéis, son todas iguales... Aunque hubo una vez que creí ver diminutas lágrimas en una lágrima.

Camaleón

Camaleón

Ayer, cuando me iba a la cama, tropecé con un disfraz de camaleón en el comedor. Nadie lo había visto durante el rato que estuvo desparramado en la alfombra. Claro, porque ¿quién, en su sano juicio, puede ver un traje de camaleón? Y si suponéis que me lo probé acertáis. Era de la talla XL, de esos que ceden y se ajustan, y aunque me venía un poco estrecho, empeñándome y batallando un poco con la barriga, me lo enfundé. Mi mimetismo era total y aunque estoy acostumbrado a ser invisible para las mujeres por tener más de cuarenta años, comprobé la invisibilidad del disfraz ante un espejo y aquello superaba todas mis sensaciones anteriores. Sencillamente yo era un camaleón perfectamente invisible.

Lo primero que hice fue abrir la ventana del patio de luces, caminar boca abajo por las paredes y entrar en el piso inferior. Para descender, las uñas se clavaban con agilidad en el yeso buscando automáticamente el resquicio, el agujero o la pequeña grieta, y la velocidad de bajada era asombrosamente alta. Aún así, lo mejor de todo era la visión panorámica que me proporcionaba el traje. Al principio, el cerebro se confundía porque no lograba compaginar la información independiente que recibía de cada uno de esos ojos saltones, pero una vez acostumbrado aquello era como estar en un cine imax.

Así que con mi visión periférica no había cucaracha, hormiga ni moxca (cojonera o no) o mosquito que se me resistiera, y durante el breve camino al piso de abajo, cené copiosamente sin poder resistirme al impulso cazador de mi larga lengua.

Cuando entré en casa de los del primero, lo primero que vi, fue el primer plano de una pareja haciendo el misionero. La cara de la vecina era todo un poema porque espasmódicamente se arqueaba, alzaba las piernas y abriendo mucho la boca y cerrando muy mucho los ojos quería gritar pero no lo hacía. Y es que Segundo, el vecino del segundo, le seguía la corriente a gritar callando. No había colchón de muelles sino de látex, por lo que una tumba sonaba igual. Así que cuando se escuchó el vuelo cansino de una moxca aterrizando en el culo de Segundo, en un visto y no visto, un chasquear de mi lengua significó una moxca en mi estómago y un latigazo en el susodicho culo con un gritar de aullido, severo pero satisfecho, de una manada de lobos. Como todo se contagia, la vecina no se pudo dominar y gritó a los cuatro vientos su placer descontrolado.

Camaleón mas asustado nunca se vio y como hacemos todos los cobardes, regresé de estampida al lugar de origen, con la mala fortuna que no entré a mi casa sino que, desorientado por las prisas, lo hice a casa de Segundo, el vecino del segundo, y más concretamente a su dormitorio, y del que tuve tiempo de ver salir con el rabo y la ropa entre las piernas, desnudo como Adán, a Prímulo, el vecino del primero y a mi vecina del segundo con imaginaos qué cara de circunstancias.

Noches posteriores investigando en la idiosincrasia del edificio até y desaté nudos de felicidad e infidelidad, y di consejos dejados caer aquí, acá, allá  y acullá con lo que conseguí una distribución de la población más acorde con la sinceridad de los sentimientos. Y así, es un orgullo oír el látigo de vez en cuando en el piso de Segundo o unas carreras locas en el piso de Prímulo.

Ahora estoy en las páginas amarillas anunciándome como consejero matrimonial ecológico, el único en desinsectar edificios enteros por depredación natural, sin productos químicos, a la par que corrige las situaciones de estrés sexual de comunidades vecinales nivelándolas y redistribuyéndolas.

Cobro en negro y ojalá no me pille Hacienda, aunque si lo hiciera, cuento con lo invisible de mi traje de Camaleón.

El presentador

El presentador

Soy presentador.

Ya desde pequeñito jugaba a presentar las noticias, a leerlas con mucho énfasis en la parte más interesante, a medio aprendérmelas e inventar un texto no escrito pero que, dicho desde mi convencimiento, conseguía más fuerza, y, por supuesto, a mirar con intensidad a las imaginarias cámaras.

Creé una muletilla cuando presentaba una noticia de injusticia social ("Y esto me puede"), hacía siempre los mismos gestos cuando daba paso a los vídeos o a reportajes (dibujaba una gran "O" con ambas manos y acababa señalando a la cámara lateral). Además daba pequeños golpes en la mesa con las palmas abiertas cuando estaba indignado, sonreía irónicamente enarcando una ceja cuando leía una curiosidad, e incluso aplaudía sosegadamente aprobando con la cabeza delante de un premio, un buen gol, un juez que impartía mi justicia o el anuncio de una buena película en la cartelera.

Creé un estilo. Vivía únicamente para mi estilo. Mi estilo era la meta de mi vida.

Y ahora, ya de mayor, cuando me pongo delante de la cámara, amplío todos los registros que puedo para afianzar mi propio estilo de comunicar, y por ende mi vida: abro enormes ojos de sorpresa, hago preguntas con la mirada, aprieto puños de solidaridad, niego imposibles con la cabeza, entrechoco las manos de alegría, en fin... que con mi estilo he conseguido cierta fama e incluso que algunos imitadores me parodien.

Sin embargo, he de confesar que hace algún tiempo estuve en punto muerto, al borde de tirar la toalla. Parecía que se me habían agotado todos los gestos, todas las muletillas, todas las miradas a cámara y recurría continuamente a los intuitivos de la infancia, a los de la fantasía creativa que tenía de niño... hasta que se me acabaron también. Casi hago una locura cuando me quedé sólo delante del reborde de aquel acantilado.

Por suerte, cambié un viaje en el vacío por ver, ya de regreso en casa derrumbado en el sofá, un programa de televisión en donde actuaba en esos momentos uno de aquellos imitadores que me duplicaba los gestos.

Me enfadé con sus exageraciones que rayaban el ridículo, con su peinado estrambótico y sus excesos de maquillaje que criticaban mi aspecto presumido. Y luego hubo algo nuevo, un giro, un gesto fresco, inédito, algo que podía utilizar de verdad en las noticias y me levanté de golpe del asiento y comencé a practicarlo. Hubo muchos más que anoté con lujuria en una puerta de escape que en ese instante se me abrió.

Desde entonces no me pierdo ningún show de imitadores. Incluso declaro que me enfado con los imitadores para conseguir que me imiten más y recoger ideas nuevas que lancen.

En estos momentos estoy imitando al imitador que me imita, que recogerá estos mismos gestos para volver a imitarlos y, si tengo suerte, para crear un gesto nuevo que imitaré yo. He vuelto a la vida , a la sonrisa, a recrear mi estilo, aunque sea a costa de reimitar la imitación de mi estilo.

 

Escultores

Escultores

A veces, cuando no llevo ni veinte minutos en la cama y estoy en ese duermevela caótico, lleno de sueños que puedes tocar con la punta de tus dedos, de sabores que te inundan la garganta y deseos que quieren desbordar, te encuentras con imágenes curiosas que se te quedan grabadas si te despiertan en esos momentos y que saturan tu necesidad de descanso.

La última fue ayer jueves.

 Al cabo del poco tiempo de meterme en cama mi hijo pequeño gritó y salí de ese duermevela para ir a verlo. En los cuatro pasos para llegar a su habitación seguí dentro del proyecto de sueño de aquella noche. Yo era un escultor que no usaba martillo y escoplo sino que sacaba las formas ocultas en la piedra a base de pasar lentamente el dedo por encima de ellas y pensarlas.

La sensación fue tan real, que la arena arrancada de la roca al "tallarla" con la imaginación, me golpeaba la cara y con las manos la quería apartar o al menos protegerme de ella.

Mi hijo debió verme que entraba así a su habitación y me dijo con voz llorona "¿Tú también los has visto, papi?". Me desperté del todo y sin decir palabra, le dí un poquito de zumo , le ofrecí la mano y esperé un par de minutos a que cerrara los ojos.

Ocilleántropo

Ocilleántropo

Bueno, ya sabéis cómo va esto. Una noche sales a disfrutar de la luna llena y te encuentras con un animal simpático, lo acaricias, te muerde y te cambia la vida.

Y entonces, todos tus sentidos se agudizan: hueles y escuchas mejor. Incluso cantas mejor y aunque te acompaña la fuerza que te hace sobrevivir cada día, hay algo que te impide huir. Los ruidos fuertes te molestan y protestas cantando y te salen en el cuerpo unos plumones extraños que te recubren desde los pies hasta el cuello y la cabeza, pelada, calva y aviejada, se vuelve rosa. Y justo, debajo de la papada, te crecen dos largas berrugas. Te da la impresión que te falta cerebro...

Todo explota en la siguiente luna llena y te transformas en el animal que has sido todos estas semanas y la perversa naturaleza que hay en ti, te obliga a descargar tu ira

Algunos tienen suerte y les muerde un lobo. A mí, en cambio, me ha acompañado la misma mala suerte perra de siempre y me ha mordido un pavo. Hay que joderse. Soy un hombre pavo. O si queréis un Ocilleántropo.

Esta noche es luna llena y salgo a vengarme. Es la naturaleza de esta putada: la venganza. Voy a morder a veinte por lo menos. No sabéis la cantidad de hombres-pavo que hay sueltos por ahí. ¡¡¡NO LO SABÉISSS!!!

Salir volando

Salir volando Ayer necesité viajar. Así que me subí a las aspas del ventilador del dormitorio de mi chiquillo y lo conecté. Salí volando por la ventana y he comprobado que es mejor que ir en bici porque se ve todo desde las alturas y aunque te mareas un poco y si asciendes mucho te falta el oxígeno, de verdad que merece la pena. Todavía no he vuelto, claro, porque los viajes de altos vuelos deben ser largos y bonitos. ¿Os gustan las vistas?

Cara

Cara

Tengo una cara que me sigue. Tenéis que saber que es una cara desvergonzada porque siempre se anda riendo en voz alta, hasta en las peores situaciones. No se calla ni cuando vamos en bicicleta a trabajar.

Por ejemplo, la Señora Martínez, la vecina del tercero, tuvo un pálpito al pasar por delante de la administración de lotería del barrio, así que entró y se compró un décimo pensando en el primer premio. Lo fue pregonando por todas las tiendas (lo del pálpito y el décimo del primer premio digo) y como la gente la veía tan convencida y le ponía tanto entusiasmo en lo que le iba a cambiar la vida, tuvo tanta envidia que empezó a pensar lo que siempre se piensa en estas situaciones, que viene a ser algo como "¿Y si fuera verdad?". Tantos pensaron lo mismo que todos se lo creyeron. Y como se puede imaginar por supuesto que todos compraron un décimo. El lotero Geremías (con G, como los Jeremías italianos) ante la avalancha de peticiones, consiguió todos los décimos de la provincia del mismo número y aún más de alguna otra ciudad distante. Hasta él mismo se quedó con toda una serie y la guardó como tesoro de mucho valor en la cajita de seguridad de uno de los bancos del centro, esa de la que ni siquiera su mujer sabía que existía y que estaba pegadita, pegadita a la que tenía su mujer, esa de la que ni siquiera el Geremías sabía que existía.

El último en sentir el pálpito de envidia de la buena vida, fui yo y acabé en la administración de lotería del Geremías con el susodicho cuento del pálpito y del décimo del primer premio, que yo también lo había sentido. La cara, que en ese momento se partía de risa detrás de mí, me puso en evidencia porque me dejó por mentiroso y aprovechado, y el Geremías (con G como los Jeremías italianos) le hizo coro y se rió a gusto porque ya no le quedaban décimos y me soltó un décimo de un número feo, feo, (con deciros que empezaba en 0 y terminaba en 00 os haréis una idea). Yo, para no hacerle el idem (el feo) le pedí seis décimos. La cara que me sigue lloró de risa cuando los pagué y como al Geremías le faltó tiempo para publicarlo en el barrio, la gente me señalaba con el dedo cuando salía de mi pisito e iba al súper a conseguir comida, al kiosco a por el periódico, cuando sacaba a pasear a la tortuga (bueno no, cuando salía a pasear con la tortuga, siempre lo hacían), o cuando iba a comprar churros (sí, hasta el churrero) y se burlaban hasta hartarse, y encima, la cara, les acompañaba cantando una canción que hablaba de un torpe comprador inútil que gastó dinero fútil en conseguir su enésimo y difícil décimo que comprado con apremio, resultó ser bohemio. Me pongo muy triste al recordar todo aquello.

Ahora me he tenido que ir del barrio porque no soporté las risitas que la cara que me sigue dedicaba a la gente cuando salíamos a pasear (ya sabéis,  a los que me señalaban con el dedo). Ni tampoco la triste carcajada que le soltó al Geremías (con G, como los Jeremías italianos) al pasar por delante de la administración, y, bueno, cuando nos encontramos con la pitonisa Martínez (es que ahora llaman así a mi vecina del tercero), me avergonzó de tanta risa que le entró. La muy caradura provocó la situación más embarazosa de toda mi vida.

Por eso me he tenido que ir del barrio. Ahora saco a la tortuga a pasear por mi piscina y muchas veces lo hago en moto. El mayordomo me dice que estropeo el césped, y oigo cómo la cara que me sigue se ríe del mayordomo. A veces no sé cómo nos aguanta y no se nos despide. Yo creo que en fondo me tiene cariño, y no como el Geremías (con G, como los Jeremías italianos) que se reía de mí y de mis cosas.

La pecera

La pecera

Hoy he entrado de nuevo en la habitación.

Esta vez, al asomarme por el agujero, una succión me ha arrastrado dentro, me ha revolcado, dado la vuelta, y un movimiento peristáltico me ha conducido a ella.

Me sentía como tragado por una serpiente y veía perfectamente las contracciones de su cuerpo, que por dentro era rugoso, rojo, retorcido y sin fin jugando con mi oposición al avance, con mi terror a llegar al fondo. Me daba asco por lo viscoso de sus flujos devoradores y no dejaba tregua en su empeño por acercarme a donde me negaba con todas mis fuerzas a llegar. Clavaba mis uñas en las paredes carnosas para detenerme y poder escapar, y eso era lo que más le complacía, mi lucha por sobrevivir. Entonces segregaba más excreciones hasta ahogarme y apretaba con fuerza sus paredes juntándolas, haciendo el vacío y hundiéndome cada vez más hacia la oscuridad final, que no era otra cosa que la entrada a la habitación.

Mi pesadilla empezó en ese momento.

La luz se transformó de oscuro tunel rojizo a suave cielo pastel, y las nubes de aquel terrible cielo se llenaron con peces bobos, simpáticos, de labios gruesos permanentemente abiertos, boqueando burbujas vacías de un aire marrón que me envenenaban dulces la boca y los ojos.

Todos los peces nadaban en aquella secreción viscosa hacia mí, despacio, inexorables. Cada uno de ellos era de un color pastel, como queriendo hacer juego con aquel perverso cielo: rosa pálido, amarillo pajizo, verde mar, naranja difuso. Demasiados fijaron su vista saltona sobre mí. Sus panzas se arrastraban por el suelo y su dorsal era alto, sin orgullo. Dentro de ese agua insalubre sudé, temblé de miedo.

Un pez verde sorbió mis pies. No sentí nada. Sólo grité y mi grito se perdió entre el silencio de esas burbujas vacías. Pateé y conseguí soltarme. El pez reventó y todo se cubrió de una masa negra y espesa, y si queréis, llamadme loco porque os voy a asegurar que hasta debajo del agua la pude oler. Todo mi cuerpo se saturó de aquel olor a podrido. Y todo aquella masa podrida se dispersó entre los demás peces que sin cambiar su expresión ni su rapidez en el nado, aprovecharon para nutrirse del que fue su compañero. Parecía como si estuvieran esperando su estallido, como si todos ellos supieran que su fin era estallar y rellenar de negror podrido aquella pecera.

Braceé cuanto pude para escapar de aquella peste y fue cuando noté que de un insoportable tirón me arrancaron un trozo de carne. Casi llorando miré qué me comía. Alcancé a ver, en mitad de un violento remolino una pequeña serpiente con la cabeza hundida en mi estómago devorando todo lo que podía. Y me reí. Me reí en medio de mi llanto porque al ver esa serpiente hurgándome, recordé las imágenes de aquellos espermatozoides que son los primeros en llegar al óvulo, coleando furiosos de puro contento por haber cumplido su objetivo.

Volví a gritar y a dejar escapar burbujas grandes como sandías porque lo que ví se asemejaba a la nube de espermatozoides que queda rodeando el óvulo cuando es fecundado, sí. Pero no se trataba de espermatozoides que morirían al cabo de unas horas aceptando su triste destino, sino de una bandada de compañeras de la que me estaba engullendo dispuestas a sobrevivir a costa de mí.

Gentes

Gentes

Paco era muy peculiar. Si a alguien había que decirle eso de que vendió el burro para comprar la alfalfa, ese alguien era él. Paco compró el coche antes de sacarse el carnet de conducir. Y lo hizo con la convicción de que sabiendo ese dinero gastado, le daría ánimos para enfrentarse a los papeles de la autoescuela de su amigo Ezequiel, con sus señales, sus tests, y el temido examen de tráfico. Paco tenía manos inmensas, hartas de mover pesos, amigas de sus muchos amigos, y de un buen vaso de vino de la taberna del Andrés pero enemigas de bolígrafos, libros y libretas.

Su yerno, Alfonso, el hijo del Andrés, diez años más tarde, contaba que los ingenieros de la ITV no podían creer que un coche de esa edad tuviera 30 Km (los que le había hecho para acercarlo a esas dependencias). Alfonso nunca contó que les dijo (para que no pensaran mal de su suegro) que era el capricho de un coleccionista, pero claro, un Renault 4L, no solía estar en vitrinas de coleccionista alguno. Además, Alfonso se acababa de sacar su carnet de conducir pero ya tenía sus buenos treinta.

Como el caso era bien raro, los ingenieros llamaron a las autoridades, por si estuvieran tratando con amigos de lo ajeno o alguna familia de poseídos y Alfonso tuvo que responder a unas cuantas preguntas allí mismo, en un despacho de la ITV que le hicieron una pareja de guardiaciviles, pero esto, como ya he dicho, nunca lo contó, claro. Ni tampoco la panzada de reír que se dieron a su costa y a la de su suegro cuando conocieron y comprobaron la verdad.

Ezequiel, en los tiempos en que Paco se quería sacar el carnet, tuvo un accidente con un coche cargado de alumnos que casi le cuesta el negocio. Le reconoció a su hija Nieves. repentinos desvanecimientos durante las clases, culpables de despistes, falta de reflejos y de algún accidente más o menos grave, mejor o peor confesado y siempre mal disimulado y muy bien difundido para su desgracia. Pero no le contó que todos se mofaban de sus breves siestas, ni que le hacían parodias simulando sus cuellos rotos y zarandeándolos ante los vaivenes del coche en las curvas, en los baches y en las paradas. Había quien lo despertaba en los semáforos frenando a fondo, con mucha brusquedad, de forma que el hombre se levantaba casi un palmo de su asiento. Y un coro de risas aguantadas sonaba en el coche. Alguien, incluso contó el cuento de la bella durmiente y Ezequiel volvió a la consciencia justo antes del beso del príncipe. Se quedó con el mote del Bello Durmiente.

Nieves se enteró de eso diez años más tarde, en una de las conversaciones que tuvo en la cama con Alfonso, el hijo del Andrés. Alfonso, el de los frenazos, no sabía que Ezequiel recién superada su enfermedad, acababa de morir en un choque frontal con un camión porque su conductor se quedó dormido, ni tampoco se llegó nunca a enterar del dolor y el daño que causaron las malas lenguas como la suya, que repitieron una y otra vez sin conocer lo que realmente ocurrió, la antigua historia del Bello Durmiente. Alfonso suspendió seis veces el carnet con Ezequiel, así que lo dejó para otra época. Ezequiel mantuvo la autoescuela abierta seis meses después de su principio de narcolepsia porque quería que su hija la heredara, contratando personal para dar las clases y perdiendo el poco dinero que entraba del negocio. Cuando vio la falta de interés de ella, lo traspasó.

Nieves se acostó seis veces con Alfonso el hijo del Andrés y se las arregló para que Paco los pillara en la cama la sexta vez. En seis días, Alfonso se encontró en la calle, sin un céntimo, sin esposa, sin casa, sin amante, sin trabajo y con fama de ponecuernos. En seis semanas se encontró viviendo en otro lugar, queriendo olvidar nunca supo qué, porque nunca supo de dónde le vino la patada que le dieron en el culo porque nunca se le dio bien eso de atar cabos.

El espía que marchó al frío

El espía que marchó al frío

Soy espía de un estrecho callejón y sus colores me llegan rebotados en las paredes de ladrillo rojo y negro.

Debajo se puede oír cómo las olas abrazan las rocas o cómo se deslizan entre los bloques de hielo que se golpean sordos, solitarios.

Hay 2537 ladrillos entre ventana y ventana y un dibujo de un dragón escupiendo llamas azules al que alguna vez le he pedido fuego y compartido algún cigarrillo. La mesa del despacho, está junto a la ventana, soportando los juegos negro-rojo, rojo-negro de los ladrillos de las ventanas y la luz del día, siempre gris, entra con tanta tacañería que siempre hay que dejar encendidos los fluorescentes.

Me salpica una ola y el viento, a base de golpes, me acaricia la cara y me lava el pelo con sus remolinos.

En mitad del callejón hay una mancha de sangre que me recuerda al mapamundi y que ahí, caída, respirando la mugre, da color al gris asfalto.

Cada vez se escuchan más las voces de los niños jugando a saltar en la nieve y el frío, a buscar cubos de hielo para hacer enormes castillos de arena con diez torres regordetas y una puerta de pluma de gaviota.

La mancha de sangre nunca supe quién la dejó y para explicármela, invento historias de amores despechados heridos de muerte sobre ella, o asaltos violentos de navaja, o un pintor que amaba la soledad del callejón y la pintó allí mismo, en forma de gota de sangre dispersa.

A pesar del nevado gris encapotado, frio y helado, el sol me quemaba los ojos, así que recurrí a gafas oscuras y a la crema protectora para el resto del cuerpo. Luego me puse el traje de piel, sobre el bañador.

La sangre siempre me ha llamado la atención. No podía verla en mi cuerpo. Me desmayaba. Y sin embargo en los demás hasta incluso me agradaba porque recogía tonos de ojos tristes y miedos repugnantes cargados de escalofríos. Por eso me pasaba el tiempo libre agarrado a un vaso de whisky, mirando sin mirar, mirada ausente, muriendo por mirar el vómito de sangre pintado por un pintor sin nombre en el estrecho callejón, espiando... expiando.

La policía contó a la prensa que había saltado desde la ventana, que era curioso porque conmigo eran tres los suicidas, y, como yo, los otros dos habían caído con la cabeza exactamente en el mismo sitio: una mancha rojiza que algún malintencionado dibujó en el suelo, el centro de una diana perversa, el fin del camino para unos pobres alucinados y otras frases por el estilo que engordaron y magnificaron este arrebato.

Pero os juro que no fue así. Tan sólo me asomé a la ventana para ver más de cerca el glaciar del callejón y la gente que vivía allí y, por puro descuido, resbalé en el hielo y caí. No recuerdo más.

Ahora estoy aquí, en el glaciar, junto a otros dos amigos y saludamos al nuevo que, de vez en cuando, se asoma por la ventana con aires aburridos y nos mira sin mirarnos.

El joven más viejo.

El joven más viejo.

Estoy acostumbrado desde que recuerdo a cambiar un minuto de sueño por uno de vigilia. Al principio, tenía ganas de hacer el tiempo eterno, impaciente y lleno de aventuras y cuando en el primer mes logré vivir media hora más de juegos, exploté de alegría. Entonces fue cuando me planteé vivir más que nadie.

Ahora, tras veinticuatro años ahorrando un minuto de sueño cada noche, me he convertido en el hombre joven más viejo del mundo y al mismo tiempo he cumplido un año menos. Enlazo anocheceres y amaneceres y disfruto siempre de ese minuto que le gano al día siguiente como el triunfo cotidiano.

Soy rico en tiempo, y en experiencias, en lecturas y en viajes, y me sacan en televisión de vez en cuando. Tengo un notario del libro de los Guiness viviendo en casa desde hace unos años esperando certificar el record, y la gente acude a mi tienda de 24 horas, más para verme la cara y fotografiarse conmigo que para comprar.

Y, la verdad, cuando me hablan de sueños cumplidos, de sueños de amor, hasta cuando me hablan de pesadillas, y me preguntan por los míos, siento una envidia tremenda por algo que todavía no he podido vivir.

Me doy cuenta que he entrado en coma profundo inverso porque se me ha olvidado cómo dormir.

Se me ha olvidado cómo soñar.

Problema de densidades

Problema de densidades

Abrí una libreta.

En la primera hoja escribí un hombre andando sobre el agua de un lago. Se explica porque era mas ligero que el agua y por eso no se hundía.

En la segunda, el hombre conoció a una mujer de la aldea de la montaña que bajaba todos los días de verano a bañarse al amanecer del lago y la espió detrás de una nube de mosquitos. La mujer miraba la nube de mosquitos. La miraba porque le parecía que los mosquitos formaban una cara. Esa era su razón.

En la tercera hoja, escribí que el hombre que flotaba lloró al comprobar que la mujer se asustaba de su presencia y además escribí que la razón de que la mujer se asustara era porque los mosquitos podrían dañar los labios de esa cara y no soportaría ese dolor.

En la cuarta el hombre agitó sin querer las manos y las abrió y los mosquitos creyeron que las descubría para que descansaran de su vuelo incesante y se posaron en ellas. La mujer comprobó que la nube dejó de ser nube y se convirtió en una mano perfecta, suave, larga, de finas arrugas en dedos alargados, que pedían entrelazarse con los suyos. Con el sol queriendo imponerse a la noche y la magia de la visión de una mano se oyó un fuerte chapoteo, como el de un cuerpo que cayera en el agua. La razón del chapoteo es que el peso de los mosquitos hizo que el cuerpo del hombre dejara de ser liviano y se hundiera en el agua.

En la quinta hoja escribí que los mosquitos huyeron de la mano que los arrastraba hacia el fondo del lago e inmediatamente una columna de agua se levantó pero a la inversa y el hombre que flotaba y que se hundió volvió a flotar. La razón es que volvió a ser ligero. También escribí que la mujer tenía los ojos verde primavera más bonitos y transparentes que se pueda alguien imaginar y otras cosas de ella que hicieron enamorarse al hombre ligero.

En la última hoja el hombre más ligero que el agua y que por eso flotaba sobre ella decidió dejar de ser invisible (Esa era la verdadera razón de que fuera tan ligero y flotara) y al momento la mujer enrojeció recogió sus ropas y se marchó con su hijo y su esposo a la aldea de la montaña y jamás volvió. El hombre no pudo desmaterializarse porque la materialización de lo invisible es un cambio irreversible. Ahora recorre las aguas del lago con lamentos infinitos que se mecen en las orillas del lago. El hombre materializado no está muerto. Su alma sí. Cuando nosotros vemos a alguien lo vemos porque tiene el alma cosida al cuerpo, pero cuando se rompen las costuras ya no. Por eso no vemos ningún hombre en el lago. En cambio sí oímos su lamento de viento y las olas que provoca en las orillas. Esa es la verdadera razón de las olas y del ruido del viento cuando cabalga sobre ellas.

La huella

La huella

Tengo una huella que siempre me lleva la contraria. De vez en cuando se me escapa y me pisa al revés renunciando a todo. Ella dice que es por amor, pero yo creo que es por fastidiar, por llevarme la contraria.

El otro día, sin ir mas lejos me crucé con unas rodillas enmarcadas entre una falda ceñida dos palmos hacia arriba y unas largas botas de cuero, dos dedos por debajo. Y claro, allí saltó mi huella contraria, con el consentimiento de mi subconsciente y por puro amor. Se puso a caminar a saltos detrás de aquellas botas con huellas de tacón alto (todo hay que decirlo) y de mucho carácter, como debe de ser.

Ante tamaña rebeldía, corrí hacia ella y la despegué del suelo en un santiamén. Cuando iba a reprenderla unos ojos mudos alumbraron mis palabras nonatas recriminándolas, y sencillamente me ahogaron la riña. Aquellos ojos eran los dueños de las huellas de las botas y por puro amor dejé de regañar y acaricié toscamente la huella contraria, sonreí y la dejé marchar.

Desde entonces ya no ando igual. Al menor despiste se me rebelan las huellas y se escapan en todas direcciones. Yo hago lo que puedo. Las persigo, las recojo y me las guardo en los bolsillos y cuando llego a casa los vacío encima de la mesa y les canto las cuarenta.

Hay un guardia en el barrio que las multa en cuanto se escapan por ir en dirección contraria. Yo las despego del suelo y me las guardo, pero no doy abasto. El guardia ni se inmuta y no atiende a mis quejas. Sigue agotando talonarios de multas.

Así es que ya está bien. Ya no puedo más. Me voy detrás de mi subconsciente, de mis huellas rebeldes y de los ojos que arropan en sueños mis palabras nonatas, que no me dejan vivir, que ya no sé si los odio de muerte o los amo de locura.

Licántropo

Licántropo

Pagué al conductor el billete y me arrinconé contra la ventana en un asiento de los del centro con la esperanza que los otros pasajeros, o siguieran hasta el final o se quedaran al principio, dándome una paz que reclamé desde que me caí de la cama aquella misma mañana.

El autobús arrancó.

Clavé la cabeza en el cristal frío y sentí cómo una sangre nueva me invadía. Cerré los ojos y sonreí. Esa paz enemiga se volvió amiga, y recorrió todo mi cerebro para hacerlo más grande y mejor. Recorrió mis brazos y mis piernas, mi pecho y mis espaldas para hacerme grande, fuerte, merecedor de la felicidad. Y el bullicio de la gente, lejano, inaudible, se convirtió enseguida en cataratas de gritos, en estampidas de carreras locas y en terrores de pesadilla. No quise despertar de mi felicidad y bostecé aullando, molesto por la insignificancia de los que gritaban y los lamentos crecieron desde ambos lados del autobús. Abrí los ojos repentinamente, me levanté y protesté violento con un alarido para que callaran todos de una buena vez y dejaran de molestar. Me encontré con manos extendidas hacia mí, luchando contra mi aliento, luchando contra el huracán de mis labios, arrumbados entre un desbarajuste de ojos desorbitados y de dientes que sobresalían de sus gargantas.

Sus gargantas... Me apetecía quebrarlas.

El autobús osciló hacia un lado y hacia el otro, mecido por la avalancha de gente aterrorizada que trababa las puertas intentando escapar de algo incomprensible (que yo no veía en ningún sitio por mucho que buscara alrededor como un demonio enjaulado). Me enfurecí y chillé como no lo había hecho hasta ahora y mi mirada fué un lanzallamas que paralizó el aire, lo vació de oxígeno y ahogó todos los espantosos llantos que peregrinaban errantes mortificando mis agudos oidos. Husmeé todos y cada uno de sus olores, y todo se agolpó en mi cerebro, tan receptivo en esos momentos. Mi fuerza se triplicó y sentí estallar mis músculos debajo de la ropa.

La felicidad fué completa. Ya no se oía a casi nadie. Quizá algún incomprensible lamento, pero que ya no importaba. Me calmé y dí las gracias a todos por su comprensión. De reojo, observé que la saliva que había empleado en callar a toda aquella gente, me goteaba por la barbilla y caía encharcando el suelo seco. Daba igual. Seguía elevado en mi felicidad. Y me senté cerrando los ojos.

Creían que no los escuchaba, pero los percibía claramente. Se apresuraban en abandonar el autobús con cuchicheos sobre una fiera dormida, sobre la suerte de que no tuviera hambre, con palabras de terror temblorosas. Incluso el conductor.

Se estaba bien allí, sin ruidos, de noche, en mitad de ninguna parte, con la luna llena, antes invisible por la contaminación espesa de la ciudad. Se estaba bien. Sí. Me quedaré a dormir aquí, en mitad de ninguna parte. ¡Qué paz! ¡Qué feliz quedo!

Meditación

Meditación

Todas las mañanas, cuando me levanto, medito un rato sentado, a solas con mi intimidad. El cuerpo me lo pide y por eso no fallo ni una mañana.

Y allí estamos, mi amigo Roca, el silencio y yo.

Y medito sobre todas esas cosas en las que suelen meditar las moxcas a esas horas:

"¡Ala! ¡Cuántos pelos tengo en los dedos de los pies!"

"¿Hoy toca lavarme los dientes?"

"¡Anda! ¡Si se me ha abierto la boca!"

"Zzzzzzzz"

Medito tan profundamente que ya me han puesto más de una vez el despertador para que salga del estado de nirvana profundo en que caigo. Pero no cualquier despertador, no. Me ponen el de las campanas grandes, ése del que el año pasado vino a quejarse el del cuarto ("Como presidente de la comunidad de vecinos y en representación de todos y cada uno de ellos, te conmino a que te deshagas del dichoso despertador ese que tienes, que cada vez que resuena la escandalera, salen los bomberos del parque a ver quién les gasta bromas y a nosotros... hombrepordiossantobendito ¡¡¡¡¡Todas las mañanas a las seis!!!!!")

La última vez que me sonó en una de mis meditaciones profundas, volví a la vida en mitad de un infarto y de unas malintencionadas carcajadas con timbre de esposa juerguista y bullanguera.

Y ji,ji,ji, ja,ja,ja, como te pille, cógeme si puedes, puerta por aquí, puerta por allá, roces de gacela y de león, terminamos, sin darnos cuenta, haciendo el amor en mitad de la calle. Los curiosos en el momento PLOP, prorrumpieron en una cerrada ovación y nos vimos obligados a subirnos a un contenedor de basura y saludar.

"¡Que se besen! ¡Que se besen!"

"¡No, que me da mucha vergüenza!" (dije yo)

"¡Pero abuelitos, que tenéis nietos!" (dijo mi nieta)

"¡Agh! ¡Mi nieta! ¡Qué bochorno! ¡Tierra trágame!" (dije yo)

Pero como suelen suceder en estas cosas todo acabó en confusión, porque al final, resultó que nuestros hijos, de 5 y 10 años aún no habían engendrado, estaban todavía durmiendo y además se nos echaba encima la hora de llevarlos al Cole, y que, como siempre, íbamos a llegar tarde.

Convendréis que mi vida, sin meditaciones, no es nada

Dolores de Cabeza

Dolores de Cabeza

Todo empezó anoche, cuando hicimos el amor con mucha nocturnidad y alevosía y continuó esta mañana cuando repetimos la mucha y variada alevosía pero con luz diurna. Ya no me acuerdo el tiempo que hacía que no se repetía este raro fenómeno.

Luego, a medio día, me inventé un aparcamiento en un barrio donde era imposible aparcar. Fuí a hacer una fotocopia de un DNI y me encontré una cola que se derramaba hasta la puerta de la librería y no tuve más remedio que esperar en la calle, a pleno sol del sureste a las casi dos de la tarde.

¿Alguien sabe lo que es la siesta del borrego?. Sí, esa que te da a la hora del Martini, justo antes de comer. ¿Y alguien se ha quedado dormido alguna vez de pié?. Pues sí, a pleno sol, me quedé dormidito, soñando que soñaba sueños ligeros.

Me despertó un perro callejero que no mediría mas de un palmo de alto. Y además creyó que yo estaba en celo porque se encaramó a mi pierna y empezó a tirársela como si le fuera la vida en ello y yo fuera la última perra sobre la faz de la tierra y se sintiera obligado en conciencia a perpetuar su especie.

Asqueado, me lo sacudí de encima a base de una tremenda epilepsia de pierna, pero como persistía me agaché a coger una piedra del suelo, o a hacer que la cogía, que con sólo el gesto, los chuchos salen por piernas.

En estas, una señora que andaba paseando a su divina perrita (a saber lo que hacían a las dos y media de la tarde la divina y la señora en la calle) se puso a recriminarme, al principio sin miramientos (que por qué le iba a tirar piedras a los pobres animales), luego duramente (¡Asesino violento!. ¡Parece mentira que los humanos seamos nosotros y los perros ellos!. Oiga usted, señora, que se me quería casar. ¡¡Guau, guau!) a continuación violentamente con insultos (¡¡Desvergonzado, descarado, maltratador!! ¡¡¡Socorro POLICÍA!!!... Y mientras, me golpeaba con la correa de la divina sin descanso. ¡¡GUAU, GUAU, GRRRR!!)

Yo, en parte porque no soy violento, en parte porque odio los escándalos, en parte porque me hacía daño, en parte porque no podía devolverle los golpes, en parte por si venía la policía de verdad y en parte porque la papelería de las fotocopias ya la habían cerrado, salí corriendo hacia el coche perseguido por los gritos de ella y los ladridos de la divina.

Debía entregar la dichosa fotocopia en la Consejería de Vivienda para optar a una jugosa subvención. Era el último día de un plazo improrrogable y ya me había peleado con la funcionaria porque no me había querido hacer la maldita fotocopia en la fotocopiadora que tenía detrás de ella y que llevaba diez minutos sin tirar una copia. Además, la misma funcionaria me había denegado el presentar la documentación por falta de algún impreso escondido entre la letra pequeña y ésta era la tercera vez. No podía volver sin ella. Aunque en vista de las circunstancias y siendo las tres menos cuarto, ya daba por perdidos los jugos de la subvención.

Todo esto pasaba por mi cabeza mientras corría como un poseso hacia el coche. Con las prisas de querer refugiarme en su interior intenté abrir la puerta sin quitarle los seguros y la alarma nueva que le había colocado hacía unos días con la voz del Neng chillando a pleno pulmón "¡¡¡¡Socorroooooooo que me quieren robaaaaaaaaaaarr!!!! Comenzó a sonar, así como repetidos pitidos y demás estridencias propias de la situación.

Como no podía ser de otra forma, las cortinas de las ventanas se descorrieron y juraría que por lo menos diez vecinos estaban con el móvil en la mano con cara de rabiosa preocupación describiéndoles a la policía, el ladrón, el modelo del coche y su matrícula. Así que me ví en la necesidad de dar explicaciones y con las manos en alto, sosteniendo las llaves y recorriendo con la vista las ventanas, como hacen los toreros con las orejas y el rabo, paseé las llaves a lo largo de tendido, mostrándolas bien y apagando la alarma y gritando casi con lágrimas en los ojos ¡¡ES MÍO. ES MÍO!!

Me introduje después de recoger la multa que tenía en el limpiaparabrisas del coche (en la que se leía claramente: hay que ver qué manera tiene usted de inventarse aparcamientos) y casi a punto de que la mujer me alcanzara con otro duro golpe de correa.

........

Esta noche, mi esposa me espera con el tanga rojo, el sujetador de puntilla que tanto me gusta y la caja de condones de sabores tropicales. A mí me ha dado un mal presentimiento, así es que le voy a decir que me duele la cabeza y que si lo dejamos para otro día.